VIERNES SANTO
Es Viernes Santo, Madrid se ha quedado vacío;
los nuevos mileuristas, si es que algunos de los asalariados llegan a serlo,
han cogido su coche, pagado a plazos, han llenado el depósito de combustible,
con la tarjeta de crédito, han guardado 50 € en la doblez del calcetín para la
gasolina del regreso, por si se les acaba el crédito de la Tarjeta; han metido
en el maletero las cervezas y las viandas adquiridas en el “Super”, también con
tarjeta, para pasar cuatro días fuera sin necesidad de pisar una tienda, han
echado los sacos de dormir, para hacerlo en la playa, y a disfrutar de las
procesiones de Semana Santa en alguna de las playas de Levante, soportando los
atascos kilométricos de las carreteras para llegar a ella, y después de cuatro
días de tostarse al sol, volver a Madrid haciendo alarde de ricos al haberse
ido a pasar cuatro días en la playa y no haber visto ninguna procesión.
Y aquí me he quedado yo más a gusto que un
arbusto, disfrutando de la placidez de un Madrid vacío, al que volverán a hacer
inhóspito todos esos cientos de miles de madrileños cuando el lunes invadan el
metro, los autobuses y las calles al regresar de esas mini vacaciones, a
debidas, de las que dicen que han disfrutado.
Recuerdo a un compañero de trabajo, de cuando
yo estaba en activo, que tenía ocho hijos, y cuando le llegaban las vacaciones
de verano, cobraba la paga del mes, la extraordinaria de julio, pedía
anticipada la extraordinaria de diciembre y la de beneficios, y con sus cuatro
pagas se iba un mes entero a la playa de Cullera.
Aquí
nos hemos quedado los pobres de solemnidad, los que no utilizamos tarjetas
porque no tenemos crédito, los que vivimos al contado y a los que nuestra
exigua pensión no nos da para ir de vacaciones más allá de Alpedrete.
Y en esa tranquilidad de este Madrid vacío, he
bajado caminando plácidamente por el Paseo de Extremadura, zona madrileña en la
que habito, hasta el Puente de Segovia, “La Puente Segoviana” que cantaban los
poetas del Siglo de Oro, del que alguno dijo que era “mucha puente para tan
escaso río”.
De regreso de mi paseo desde el puente me he
detenido en la plaza de la Puerta del Ángel, presidida por una obra escultórica
de Beatriz Galindo, La Latina, preceptora que fue de Isabel la Católica, que fue
proclamada reina de Castilla en el atrio de la Iglesia de San Miguel en
Segovia, escultura realizada en bronce por un segoviano consorte José Luis
Parés, sobre obra de granito del arquitecto segoviano Joaquín Roldán, y he
aposentado mi trasero en una silla de la terraza que el “Café de El Gato” tiene
instalada en la amplitud de la acera, frente a la Iglesia neo mudéjar de Santa
Cristina.
La barriada del Paseo no está habitada, por lo
general, por gentes muy adineradas, salvo
excepciones, y en consecuencia en las cervecerías que en ella existen, no
puedes degustar gollerías aunque te sobre pasta, que no es mi caso, pues no
suelen tener vinos caros, aunque sí buenos, como tampoco puedes pedir, ostras
de Arcade, almejas de Carril, angulas de Aguinaga, centollos de El Grove o camarones
de La Isla, pero lo suples con un chocolate con churros, o con un “verdejo” de
Rueda, un tinto de Arganda o un clarete de Chinchón aderezados con unas olivas
de Campo Real o unas “bravas”.
Madrid, empieza a producir buenos vinos, la
lástima es que el buen marisco sólo lo puedes encontrar en el mejor puerto de
mar de España que ahora se encuentra en Merca Madrid y que, hasta no hace
muchos años, se hallaba en el corazón de la Villa en la mismísima Puerta de
Toledo.
Extendiéndome en estas minucias, se me va
del “torrao” lo que quería expresar en
este escrito que no era otra cosa que disfrutar de la quietud, placidez,
bienestar y silencio de una ciudad vacía por obra y gracia de la Semana Santa.
Y si Madrid tuviera mar . . . .
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