EL SEMINARIO DE SEGOVIA
La noticia aparece publicada en la última
página de El Adelantado de Segovia del día 19 del actual, festividad de San
José, ejemplar del diario que he recibido hoy, junto con otros cinco ejemplares
de los días 14 a 18, gracias al buen funcionamiento del servicio de Correos
cuyo máximo representante a nivel estatal parece ser un tal Calvo Sotelo que
cobra al mes casi lo que yo al año.
La noticia no es sorprendente, es deprimente: El único seminarista que tiene la Diócesis
de Segovia, inicia los estudios de Teología encaminados a su ordenación
sacerdotal.
Retrocedo en el tiempo unos pocos años, o unos
muchos, según se mire, otros tiempos en los que el Seminario de Segovia al que
algunos, despectivamente, llamaban la fábrica de curas, en el que los chicos de
la provincia y de la propia capital, tenían que esperar turno para poder ser
admitidos a cursar sus estudios de teología, por falta del espacio suficiente
para albergar a todos los que querían ser curas. Estaban desbordadas las
vocaciones, ¿es que hoy no existen?, efectivamente las vocaciones han decaído
hasta el extremo de que hoy el Seminario sólo alberga una sola vocación.
En aquellos años difíciles de la II República
y los posteriores hasta el estallido de la
desgraciada contienda, yo vivía en
la calle de Gascos, en Segovia; a diario, los seminaristas salían del Seminario
en pacífica formación, desfilando de dos en dos, vestidos con su sotana negra,
al pecho la banda púrpura con sus largos brazos colgando a la espalda, en
silencio, tan sólo el murmullo de las propias conversaciones de cada pareja o
el rezo No puedo precisar el número, tal vez pudieran ser cien o tal vez más.
Bajaban desde el Seminario por la calle de San
Juan, tomaban por la, iba a decir antigua pero no lo es, porque sigue siendo la
misma Carretera de Boceguillas de siempre, aunque hoy le hayan puesto el nombre
de Avenida de Roma, con la diferencia de que el nombre antiguo sí llevaba a
Boceguillas y el actual no conduce a Roma.
Yo vivía, como digo en la calle de Gascos
número 11, en la que existía un pretil y unas cuestas de tierra, que salvaban
el desnivel desde la calle a la carretera, y por las que los chavales
arrastrábamos el culo sentados en un cartón o una estera a modo de trineo.
En la misma calle, un poco más abajo, en el número
23 o el 27, no recuerdo exactamente el número, estaba situada la Casa del
Pueblo, convertida después una vez terminada la guerra, en Casa Cuartel de la
Guardia Civil; pues bien, cuando los seminaristas pasaban por arriba de la
calle, en su paseo hasta la finca de El Terminillo que entonces era propiedad
del Obispado, salían de la Casa del Pueblo un puñado de energúmenos que con el
puño en alto, pero sin rosa, trepaban por la cuesta para llegar arriba y con el
puño amenazante increpar e insultar a los seminaristas, que sin meterse con
nadie daban su paseo rezando el rosario.
Nunca he querido contar en mis escritos escenas
vividas de aquellos tiempos porque siempre he querido olvidarlas pensando,
iluso de mí, que aquello de las dos Españas se había terminado para siempre,
¡cuán equivocado estaba!, vino a resucitarlo un nefasto presidente de gobierno que,
sin haber vivido aquello, quiso que ese enfrentamiento siguiera vivo setenta y
ocho años después, con el invento de su memoria histórica.
Lo importante de la noticia es que hoy en una
España en paz, se supone, salvo los energúmenos que con el pretexto de una
manifestación atacan a comercios y policías destruyendo todo los que encuentra
a su paso, sólo haya un seminarista en el Seminario de Segovia.
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