UN PROGRAMA
DE TELEVISIÓN
De siempre he
dicho que no veo la televisión, a lo sumo la miro, pero mirar una cosa no
siempre significa que la estés viendo. Cuando alguien me pregunta ¿que es lo
que más te gusta de la televisión?, invariablemente le respondo: apagarla.
Son tan horrorosamente
malos en general los programas que las distintas cadenas televisivas nos
ofrecen a diario que me han hecho que considere odioso este instrumento que se
supone que ha sido inventado para distraer a la gente y que lejos de ello lo
único que hace es aburrirla.
Encuentro
fatalmente malas las distintas series que con el dinero de todos se vienen
produciendo, la falta de imaginación de los guionistas, la falta de interés de
los temas que en general tratan y aquéllas que se consideran como las de más
éxito, resultan anticuadas porque llevan ya demasiados años tratando temas que
ya caen en el aburrimiento y el ostracismo.
Pero sin embargo
esta noche he presenciado un programa que me ha producido un especial deleite,
dentro de la sencillez del tema que abordaban los dos personajes protagonistas
del mismo, por los que siempre he sentido una especial simpatía, por su forma
de ser, por su manera de expresarse, por su naturalidad en la conversación, por
su corrección en el lenguaje, por su manera de conducirse en la escena sin
petulancia, sin engreimiento.
El programa
emitido por T V 1, más o menos a las diez de la noche, no era más que una
entrevista que Bertín Osborne le hacía al genial actor Arturo Fernández.
No era ni más ni
menos que una conversación entre dos amigos en la que uno de ellos, más joven
(aunque no tanto), le hacía preguntas sobre su vida al otro, algo más mayor
(aunque tampoco tanto, porque yo tengo su misma edad, meses arriba o abajo). Y
en cuyas respuestas yo encontraba un cierto paralelismo con mi propio
pensamiento, porque nuestros pensamientos cuando se tienen tantos años, son los
mismos o parecidos en todas las personas de bien.
Cuando se nos
pregunta sobre nuestros padres, cómo eran, cómo nos relacionábamos con ellos
desde nuestra niñez, cómo los amábamos, si les expresábamos nuestro cariño
desde nuestros pocos años. Cómo era nuestra vida de juventud, si teníamos
pájaros en la cabeza que nos hacían pensar que nos íbamos a comer el mundo.
Cómo fueron nuestros amores. Cómo son nuestros hijos, si hemos sabido hacer por
ellos todo lo que podíamos hacer. Si los queremos tanto como nuestros padres
nos quisieron o cómo ellos nos quieren a nosotros.
¿Acaso no son los
temas más importantes en la vida de las gentes, de las familias que se aman?.
Pues en esas cosas
tan sencillas consistió la entrevista. Y vi a un Arturo Fernández con lágrimas
en los ojos cuando a su mente venía el mundo de los recuerdos; lloro todos los
días, dijo. No me extraña, pensé. También yo tengo mucho por qué llorar.
Y le vi pletórico,
feliz y sonriente, haciendo explotar de risa a su antagonista, cuando recordaba
hechos, circunstancias o escenas vividas en su mejor juventud.
Como Arturo, yo
también me enrolé en un trabajo que no me gustaba, oficinista de banca, trabajo
que siempre consideré provisional pero que ejercí durante 42 años, hasta que me
liberé de él al cumplir los 60, para dedicarme a esto, a escribir, a hacer lo
que me diera la gana.
Gracias Bertín,
gracias Arturo por haberme hecho pasar una velada agradable frente al
televisor. Con gentes así sobran todos esos programas procaces, de cotilleos,
de insultos, de desprestigio entre unos y otros, de hablar a gritos todos a la
vez, de saber quién se ha acostado con quién, que no hacen más que propagar la
poca vergüenza que tienen muchos y muchas de los que intervienen en ellos.
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